lunes, 27 de noviembre de 2023

EL AMIGO DE ISABEL

 

EL AMIGO DE ISABEL

Isabel González se acostumbró a la viudez como quien se hace al sabor del café negro, poco a poco y sin dejar de acordarse del azúcar. Desde que llegó a la residencia, se forzó  a hacer todos los días lo mismo para ir esquivando las astillas del pasado.  Se enganchó a la tele  y se habituó  a echarse la siesta en el sofá de la habitación para que los sueños no se le  mezclaran  con las  invasiones de la añoranza. Desde que se quedó viuda, cada tarde de los últimos meses, se despertaba de la siesta con un hormigueo clavado  en las manos, con el aliento agrietado de los que temen a los malos sueños  y con la espalda calcando la curvatura  de los viejos sentones del sofá. Se levantaba  como el papel de aluminio usado, arrugada y  en ruinas, pero recuperaba el orden de las tripas y la limpieza del aire en cuanto abría los ojos y veía que  Philipe, su compañero de habitación, estaba allí velando  sus sueños.

 Isabel se fue a la residencia porque su marido se murió  de una sobredosis de sabiduría. Se quedó sola porque lo fueron matando poco a poco las frases con peso que inventaba en el campo, y en una tarde de San Isidro,  uno  de esos dichos llenos de palabras densas   se  le quedó parado en  las puertas del corazón. El marido de Isabel se murió de juicioso  porque era tan retraído  que para dejar caer una sentencia no solo tenía que tener  la cabeza llena de ideas, sino la sangre llena de vino.  Y como tuvo siempre tanto que contar  y tan poco valor para hacerlo, acabó  haciéndose  tan borracho como filósofo.   La tarde  que se lo trajeron empapado en vómitos y  agonizando de una borrachera de vino peleón y de aguardiente de alambique, antes de morir, le dijo que si un día al torcer una esquina solo veía  pasado, que no mirara para atrás, porque eso era la vejez.

Y eso hizo Isabel, mirar adelante en su mundo de repetición. Pero a su universo de días calcados  se le soltaron los pespuntes  desde los primeros momentos  del confinamiento porque, en cuanto Philipe se perdía por cualquier recoveco de la residencia, a ella  se le arremolinaba  el espíritu   y empezaba a darle  voces a la tele para que, por todos los santos, dejaran de hablar  de la muerte porque era una manera anticipada de arrancarle los retales de vida que le quedaban.

Desde los primeros días del encierro, mojando las noticias en  un café más negro y espeso  que  el alquitrán frío, Isabel  le contaba al oído a Philipe,  que cada día que pasaba, los informativos se le parecían más  a los burros de las norias porque,  después de darle  mil vueltas a lo mismo, acababan siempre  en donde empezaron. Acurrucados en el sofá y refugiados detrás de la falda de camilla, Isabel le confesaba a su compañero de fatigas  que, en las noticias de la tele, como en las lentejas sin escoger,  siempre hay una piedra dura  que masticar, siempre,   porque  se han  hecho expertos en vender  el miedo  como el pan barato, a diario y sabiendo que el de hoy no vale para mañana porque se pone duro. Y  entre telediario y telediario,   sacudiéndose el chaparrón de las  malas noticias como los perros empapados, mientras Isabel se agarraba  a Philipe con todas sus pocas fuerzas, le decía  que   parecía que les estaban obligando a gastar la vida propia  en contar muertos ajenos.

 Cuando se terminaban los aplausos, las noches multiplicaban el apremio de aferrarse a la vida porque, en la residencia y  a esas horas, el miedo era más fino y  el tiempo parecía  mucho más  resbaladizo que durante el amanecer. Quizás por eso,  durante la cena, Isabel González   se subía  encima de una silla y  repetía cada noche  una cosa que le escuchó a su marido. Les decía, sin que nadie le prestara ni la más mínima atención, que si no se creían  el mundo   que les contaban, soñarían  con  un  universo más cercano y más natural  en donde,  al contrario que lo que decían en la tele, se daban millones de besos por cada escupitajo  que se tiraba.

 Pero la  tarde en la que  desapareció Philipe, se levantó de la siesta gritándole  a la tele que dejaran de hablar  de los muertos porque los vivos no podían hacer otra cosa que vivir. No eran  pareja, pero eran mucho más que amigos, eran flotadores  en las horas de   naufragio de la  vida del otro.  Por eso, cuando Isabel se dio cuenta de que Philipe no estaba en la habitación porque tal vez se lo había llevado el andancio, no solo se desenganchó del tren de la coherencia, sino que, como si fuera una carretilla de obra,   descarriló entre tirones de pelo, jirones de ropa y  gritos a la tele.

La ausencia de Philipe se le hizo tan presente que en cuanto se dio cuenta de que le sobraban la mitad de sus escombros de  vida, se le hincharon las manos, se le cuajó la saliva y  se echó  a la calle con el ansia de  los perros recién desatados. Sin decir en la residencia ni esta boca es mía, se  desató los nudos gordianos de la artrosis, se olvidó  de la vergüenza de sus andares de velcro y se saltó  el confinamiento porque, con  el rosario de las malas  noticias de la tele, se le estaban llenando  de estropajos sucios esos rincones que solo Philipe sabía vaciarle.

 Desde que Isabel y Philipe se juntaron en la residencia, por intuición y por necesidad,  aprendieron  a medir el mundo  con unidades que no servían para contar el tiempo. Entre los dos,  cada uno ocupándose de un fragmento de la vida, inventaron las tardes del sosiego,  el café  de la tranquilidad y esas magnitudes sin nombre que los dejaba vivir a su aire y a  granel.  Pero esa tarde, después de semanas de encierro y cuando más arreciaban los marrazos de las noticias    del coronavirus, Isabel se echó  a la calle  como una bandolera y salió a buscarlo  porque se le había  olvidado vivir sin él.

Se puso la ropa que tenía reservada para su  entierro, y para que no se le notara mucho que  la sangre se le había llenado de espumas, se pintó los labios y los ojos  a espátula. Salió  a la calle tan enmascarada que tuvo que humedecerse las angustias con unas ráfagas de colonia para que, llegado el caso, Philipe pudiera reconocerla  por el olor. Robó una grapadora de la recepción,  se escurrió por las filtraciones del desorden dejando un rastro de perfume para saber volver, y mientras se iba tropezando con los huecos que la soledad había dejado en las calles,  se dedicó    a pinchar la foto de Philipe  en  carteles de “se busca” por todos  los árboles de la avenida.

El vacío y el silencio   habían   estirado tanto el barrio  que los mismos sitios de siempre  parecían traídos de  lugares lejanos y caros. En la soledad del confinamiento, las calles desiertas no solo le daban otro tono a la voz, sino que todo tenía una resonancia de  homilías de catedral  que provocaba cálculos y cavilaciones  diferentes. Por eso,  cuando la policía la  sorprendió tosiendo espumarajos de peces y pinchando la foto de  Philipe  de árbol en árbol,  les dijo que los síntomas de la desesperación y del coronavirus se parecían tanto  que  los dos males te hacían creer que lo peor de morirse a retales era estar viva solo los ratos que pasaba con él.

Para justificarse, le contó  a la policía   que se había  escapado de la residencia   porque, antes del encierro, aunque los años no la dejaban florecer, cuando sentía la luz, por lo menos  daba hojas como las macetas verdes; pero que   ahora, encerrada y  casi a oscuras, su sistema nervioso se parecía  tanto al  de los  champiñones  que   dependía de la sabia de otro para vivir. Tuvo  que  confesarle a la policía  que no sabía si a su  edad  aquello que sentía  se tenía que llamar amor o infidelidad, pero que estaba segura de que estaba allí, buscándolo con desesperación, porque en la libreta de su  vida ya no había ni sitio ni tiempo para hacer otro borrón y otra cuenta nueva.

 Les dijo a los agentes  que desde que se quedó sola se había acostumbrado tanto a su compañía que lo necesitaba para seguir inventando los días sin sobresaltos. Les contó que era tan resolutivo, tan complaciente, tan atento con sus deseos que le daba hasta vergüenza admitir que lo podía reconocer al tacto. Les confesó  que   le reconfortaban sus resaltes y   aunque les pudiera parecer impropio de su edad y de su condición, les reveló que   tocarlo le aliviaba el escozor de las noticias ácidas de la tele.  

 Los policías,  como casi todas las tardes desde los primeros días de confinamiento, sin dar voces ni explicaciones,  devolvieron la grapadora en la recepción y  llevaron a Isabel González a su habitación de la residencia. Allí se remangaron para revolver el mundo, abrieron todos los cajones, vaciaron los estantes, levantaron las alfombras y rebuscaron entre los huecos de los cojines hasta que  encontraron  a Philipe enterrado en los entresijos más profundos del sofá.

 En cuanto Isabel  comprobó que no se le habían caído las pilas y  que Philipe seguía vivo y obediente, con el ansia almacenada en la yema de los dedos,  apretó sin orden ni concierto todos sus botones de colores,  besó cien veces su  nombre  mal grabado en la carátula de plástico, Philips, y entonces, con la necesidad de ella y con la sabiduría de él, apuntó al televisor, quitó los noticiarios amargos y  buscando unidades de calma, los mandó a todos al coño y   fue cambiando   de canal hasta que encontró una de esas telenovelas lentas y largas  en donde uno se queda tranquilo  viendo que  los que sufren son otros.  

 


EL AMIGO DE ISABEL