EL AMIGO DE ISABEL
Isabel González se acostumbró a la viudez como quien se hace al sabor del café negro, poco a poco y sin dejar de acordarse del azúcar. Desde que llegó a la residencia, se forzó a hacer todos los días lo mismo para ir esquivando las astillas del pasado. Se enganchó a la tele y se habituó a echarse la siesta en el sofá de la habitación para que los sueños no se le mezclaran con las invasiones de la añoranza. Desde que se quedó viuda, cada tarde de los últimos meses, se despertaba de la siesta con un hormigueo clavado en las manos, con el aliento agrietado de los que temen a los malos sueños y con la espalda calcando la curvatura de los viejos sentones del sofá. Se levantaba como el papel de aluminio usado, arrugada y en ruinas, pero recuperaba el orden de las tripas y la limpieza del aire en cuanto abría los ojos y veía que Philipe, su compañero de habitación, estaba allí velando sus sueños.
Isabel se fue a la residencia porque su marido se murió de una sobredosis de sabiduría. Se quedó sola porque lo fueron matando poco a poco las frases con peso que inventaba en el campo, y en una tarde de San Isidro, uno de esos dichos llenos de palabras densas se le quedó parado en las puertas del corazón. El marido de Isabel se murió de juicioso porque era tan retraído que para dejar caer una sentencia no solo tenía que tener la cabeza llena de ideas, sino la sangre llena de vino. Y como tuvo siempre tanto que contar y tan poco valor para hacerlo, acabó haciéndose tan borracho como filósofo. La tarde que se lo trajeron empapado en vómitos y agonizando de una borrachera de vino peleón y de aguardiente de alambique, antes de morir, le dijo que si un día al torcer una esquina solo veía pasado, que no mirara para atrás, porque eso era la vejez.
Y eso hizo Isabel, mirar adelante en su mundo de repetición. Pero a su universo de días calcados se le soltaron los pespuntes desde los primeros momentos del confinamiento porque, en cuanto Philipe se perdía por cualquier recoveco de la residencia, a ella se le arremolinaba el espíritu y empezaba a darle voces a la tele para que, por todos los santos, dejaran de hablar de la muerte porque era una manera anticipada de arrancarle los retales de vida que le quedaban.
Desde los primeros días del encierro, mojando las noticias en un café más negro y espeso que el alquitrán frío, Isabel le contaba al oído a Philipe, que cada día que pasaba, los informativos se le parecían más a los burros de las norias porque, después de darle mil vueltas a lo mismo, acababan siempre en donde empezaron. Acurrucados en el sofá y refugiados detrás de la falda de camilla, Isabel le confesaba a su compañero de fatigas que, en las noticias de la tele, como en las lentejas sin escoger, siempre hay una piedra dura que masticar, siempre, porque se han hecho expertos en vender el miedo como el pan barato, a diario y sabiendo que el de hoy no vale para mañana porque se pone duro. Y entre telediario y telediario, sacudiéndose el chaparrón de las malas noticias como los perros empapados, mientras Isabel se agarraba a Philipe con todas sus pocas fuerzas, le decía que parecía que les estaban obligando a gastar la vida propia en contar muertos ajenos.
Cuando se terminaban los aplausos, las noches multiplicaban el apremio de aferrarse a la vida porque, en la residencia y a esas horas, el miedo era más fino y el tiempo parecía mucho más resbaladizo que durante el amanecer. Quizás por eso, durante la cena, Isabel González se subía encima de una silla y repetía cada noche una cosa que le escuchó a su marido. Les decía, sin que nadie le prestara ni la más mínima atención, que si no se creían el mundo que les contaban, soñarían con un universo más cercano y más natural en donde, al contrario que lo que decían en la tele, se daban millones de besos por cada escupitajo que se tiraba.
Pero la tarde en la que desapareció Philipe, se levantó de la siesta gritándole a la tele que dejaran de hablar de los muertos porque los vivos no podían hacer otra cosa que vivir. No eran pareja, pero eran mucho más que amigos, eran flotadores en las horas de naufragio de la vida del otro. Por eso, cuando Isabel se dio cuenta de que Philipe no estaba en la habitación porque tal vez se lo había llevado el andancio, no solo se desenganchó del tren de la coherencia, sino que, como si fuera una carretilla de obra, descarriló entre tirones de pelo, jirones de ropa y gritos a la tele.
La ausencia de Philipe se le hizo tan presente que en cuanto se dio cuenta de que le sobraban la mitad de sus escombros de vida, se le hincharon las manos, se le cuajó la saliva y se echó a la calle con el ansia de los perros recién desatados. Sin decir en la residencia ni esta boca es mía, se desató los nudos gordianos de la artrosis, se olvidó de la vergüenza de sus andares de velcro y se saltó el confinamiento porque, con el rosario de las malas noticias de la tele, se le estaban llenando de estropajos sucios esos rincones que solo Philipe sabía vaciarle.Desde que Isabel y Philipe se juntaron en la residencia, por intuición y por necesidad, aprendieron a medir el mundo con unidades que no servían para contar el tiempo. Entre los dos, cada uno ocupándose de un fragmento de la vida, inventaron las tardes del sosiego, el café de la tranquilidad y esas magnitudes sin nombre que los dejaba vivir a su aire y a granel. Pero esa tarde, después de semanas de encierro y cuando más arreciaban los marrazos de las noticias del coronavirus, Isabel se echó a la calle como una bandolera y salió a buscarlo porque se le había olvidado vivir sin él.
Se puso la ropa que tenía reservada para su entierro, y para que no se le notara mucho que la sangre se le había llenado de espumas, se pintó los labios y los ojos a espátula. Salió a la calle tan enmascarada que tuvo que humedecerse las angustias con unas ráfagas de colonia para que, llegado el caso, Philipe pudiera reconocerla por el olor. Robó una grapadora de la recepción, se escurrió por las filtraciones del desorden dejando un rastro de perfume para saber volver, y mientras se iba tropezando con los huecos que la soledad había dejado en las calles, se dedicó a pinchar la foto de Philipe en carteles de “se busca” por todos los árboles de la avenida.
El vacío y el silencio habían estirado tanto el barrio que los mismos sitios de siempre parecían traídos de lugares lejanos y caros. En la soledad del confinamiento, las calles desiertas no solo le daban otro tono a la voz, sino que todo tenía una resonancia de homilías de catedral que provocaba cálculos y cavilaciones diferentes. Por eso, cuando la policía la sorprendió tosiendo espumarajos de peces y pinchando la foto de Philipe de árbol en árbol, les dijo que los síntomas de la desesperación y del coronavirus se parecían tanto que los dos males te hacían creer que lo peor de morirse a retales era estar viva solo los ratos que pasaba con él.
Para justificarse, le contó a la policía que se había escapado de la residencia porque, antes del encierro, aunque los años no la dejaban florecer, cuando sentía la luz, por lo menos daba hojas como las macetas verdes; pero que ahora, encerrada y casi a oscuras, su sistema nervioso se parecía tanto al de los champiñones que dependía de la sabia de otro para vivir. Tuvo que confesarle a la policía que no sabía si a su edad aquello que sentía se tenía que llamar amor o infidelidad, pero que estaba segura de que estaba allí, buscándolo con desesperación, porque en la libreta de su vida ya no había ni sitio ni tiempo para hacer otro borrón y otra cuenta nueva.
Les dijo a los agentes que desde que se quedó sola se había acostumbrado tanto a su compañía que lo necesitaba para seguir inventando los días sin sobresaltos. Les contó que era tan resolutivo, tan complaciente, tan atento con sus deseos que le daba hasta vergüenza admitir que lo podía reconocer al tacto. Les confesó que le reconfortaban sus resaltes y aunque les pudiera parecer impropio de su edad y de su condición, les reveló que tocarlo le aliviaba el escozor de las noticias ácidas de la tele.
Los policías, como casi todas las tardes desde los primeros días de confinamiento, sin dar voces ni explicaciones, devolvieron la grapadora en la recepción y llevaron a Isabel González a su habitación de la residencia. Allí se remangaron para revolver el mundo, abrieron todos los cajones, vaciaron los estantes, levantaron las alfombras y rebuscaron entre los huecos de los cojines hasta que encontraron a Philipe enterrado en los entresijos más profundos del sofá.
En cuanto Isabel comprobó que no se le habían caído las pilas y que Philipe seguía vivo y obediente, con el ansia almacenada en la yema de los dedos, apretó sin orden ni concierto todos sus botones de colores, besó cien veces su nombre mal grabado en la carátula de plástico, Philips, y entonces, con la necesidad de ella y con la sabiduría de él, apuntó al televisor, quitó los noticiarios amargos y buscando unidades de calma, los mandó a todos al coño y fue cambiando de canal hasta que encontró una de esas telenovelas lentas y largas en donde uno se queda tranquilo viendo que los que sufren son otros.